El sol brillaba en lo alto con su mayor esplendor, el calor era agradable y la brisa del Atlántico a esa hora de la mañana, invitaba a navegar. Con alegría emprendieron la travesía mar adentro. Todo hacía pensar que aquél sería un día espectacular para los tres navegantes. Pescarían lo que nunca antes en sus vidas.
Sin embargo una ola grande, hermosa, como las tantas que habían admirado durante buena parte de su viaje, se convirtió en su peor pesadilla, volcó la embarcación, y quedaron a la deriva. El viento y una lluvia pertinaz azotaban sus rostros. Lograron asirse de lo único que encontraron próximo: una nevera de icopor... Esa fue su tabla de salvación.
En esas condiciones, golpeados por las olas y sintiendo que en cada segundo se escapaban las fuerzas, nadaron por espacio de dieciocho horas hasta que por fin divisaron la playa en la distancia. Respiraron con tranquilidad y apuraron cada brazada en un afán indescriptible por alcanzar la orilla. Los metros que los separaban se hicieron interminables.
En tierra firme Edilberto Castro, Mauricio Lux y Alfonso Arango rememoraron cada instante de angustia y coincidieron en referir a las gentes de Puerto Velero, al norte de Colombia, que su fe en Dios les había permitido salvarse. No desistieron. Lucharon hasta último instante. Creían en esa fuerza poderosa que podía sacarlos de la encrucijada.